lunes, 19 de febrero de 2018

El Mapa

    Saqué el mapa y le mostré lo que estaba buscando. A orillas del Paraná, el portugués José Sedenho junto a sesenta hombres había erigido en 1533 un padrón portugués; y éste se encontraba perdido en la selva del Alto Paraná. El padrón establecía un punto estratégico entre las ambiciones portuguesas y los tesoros incalculables que los nativos describían en sus historias del Rey Blanco. Solo existían referencias del padrón en ese viejo mapa, y no se lo nombraba en ningún otro documento.
El gringo al verlo abrió los ojos, luego se tomó del mentón. Se lo notaba preocupado, como si algo lo perturbara. Metió ambas manos en los bolsillos del raído pantalón y dijo:
–Sí, conozco el lugar. He ido con mi finado padre a trabajar cerca de allí.
–Bien –le dije–. ¿Cuánto me cobra por llevarme?
–Mmm… Es un día de viaje y no tengo medios. Hay que dormir allí y…
–No hay problema –lo interrumpí.
–Es que, vea…–me dijo– ¿Qué sabe usted acerca de ese lugar? ¿Por qué quiere ir allí?
–Mire, el motivo es que ando detrás de una vieja ruta portuguesa que salía de Sao Vicente y llegaba al Paraguay. Según tengo entendido, una partida de hombres fue enviada por el portugués Alfonso de Souza y pasaron por ese lugar dejando un mojón.
–Eso que usted busca queda en un paraje escondido, bordeando unos aleros. No es fácil llegar y le advierto que en ese lugar pasan cosas.
Cuando dijo esas palabras, un frío húmedo corrió por mi espalda. El gringo me había dicho que dos pequeñas sierras cercaban el acceso por tierra y la única manera de ingresar era vadeando unos aleros rocosos junto a un arroyo que los guaraníes llamaban Mboguá, en medio de la selva cerrada, compuesta por árboles delgados y frondosas copas. El camino no sería sencillo de transitar, ya que por debajo de los árboles la luz era escasa y había que abrirse paso a machetazos entre arbustos, cañas y enredaderas. Algunos hablaban de un yaguareté que vagaba por ese lugar en busca de ganado. Confieso que la empresa se había vuelto poderosamente atractiva.
El gringo dijo que me cobraría diez pesos por día; además de unos pesos extra si era él quien debía cargar con el equipo de trabajo, la carpa donde dormiríamos y hacer la comida. Toda la aventura me costaría cerca de treinta pesos.
Otra cosa que también me dijo fue que solo se quedaría una noche y no más. Advirtiéndome en varias oportunidades que no era bueno permanecer ahí por mucho tiempo. También agregó que algunas personas se habían perdido en ese lugar y jamás habían regresado. Al escuchar sus palabras, fruncí el ceño, lo miré y dije:
–¿Usted cree esas historias?
–Escúcheme, usted no es de por acá. Usted viene y se va. Nosotros nos quedamos –me respondió y continuó–. He visto a lo largo de mi vida muchas cosas. Créame, sé muy bien de lo que hablo.
Me quedé callado. No sabía si el gringo me estaba engañando para venderme el paquete completo, o si en verdad todo aquello que decía escondía algo de verdad. Como sea, quedamos en salir al otro día. Le pagué la mitad por anticipado y me alejé.
 El pueblo estaba delimitado por dos zigzagueantes picadas, entre el monte y la ruta. Todo estaba en calma, solo se escuchaban unos ladridos a lo lejos. Los benteveos revoloteaban furiosos por encima de los árboles. La humedad era insoportable y el sol enceguecía a primera hora de la mañana. Una orquídea blanca se asomaba esplendorosa desde un humilde jardín. El contraste entre la belleza y el abandono del pueblo eran notables.
Tenía hambre y llegué hasta el almacén. Un viejo indígena guaraní estaba sentado en la entrada y me pidió unas monedas. Lo ignoré. El viejo parecía que no había comido en varios días. Me dio un poco de remordimiento y al salir compartí un pedazo de pan casero con él. El viejo, desde el piso, se desarmaba en agradecimientos. Quería hablar y comer al mismo tiempo. No era muy agradable verlo escupir las migas al intentar decir unas palabras. Le palmeé el hombro y le di unos pesos. El viejo se incorporó y quiso abrazarme. Lo consiguió.
Me alejé pensando en los portugueses, quienes seguramente le habrían robado alguna chuchería de oro a algún cacique y por ello habrían sido emboscados por los indios en el paraje que me había comentado el gringo. Los espíritus de los sesenta hombres deambulando por la selva buscando cristiana sepultura. Mi mente volaba.
Al día siguiente llegó el gringo de su trabajo en el monte al lugar que habíamos acordado. Estaba mojado, sucio, lleno de barro y hojarasca. Me pidió que lo acompañara a su casa antes de salir. Dijo que quería mostrarme algo. Lo seguí. Un largo y angosto camino entre árboles y pastizales conducía a una pintoresca casona de madera con techo de tablillas, algo desvencijada. Sobre una estructura de piedra cementada, había una bomba de agua manual y una batea de latón galvanizado. El perfume de los azahares invadía el aire húmedo y contra el azul del cielo pasó un pequeño fueguero escarlata planeando en el aire lejano, con su rojo sanguíneo, emulando una presencia siniestra. De repente, detuvo el vuelo y quedó vigilante, posado en una rama, mientras el viento susurraba entre las hojas de un viejo ciprés.
El gringo se sacó la camisa, colgó una pequeña toalla floreada en una rama cercana y comenzó a lavarse. Mientras lo hacía me dijo:
–Vaya y fíjese lo que le traje.
–¿De qué se trata? –le dije.
–Vaya y mire en la bolsa –insistió.
Fui directo a la bolsa que estaba tirada en el suelo. La abrí y miré confiado el interior. Encontré un montón de huesos y objetos de metal oxidados. No lo podía creer. El gringo tenía un esqueleto humano dentro de una bolsa negra de basura.
Lo miré en detalle, luego cerré la bolsa y me alejé. No podía creerlo. El esqueleto me recordaba aquellos que había estudiado en el Departamento de Antropología del Museo de La Plata. Algunos huesos estaban enmohecidos o fracturados. Presentaba cortes y traumatismos en varios sectores del cráneo.
–Agárrelo –me dijo–. Es para usted.
–¿Qué? ¿Cómo se le ocurre que yo podría querer esto? –le respondí.
–Sí, sí. Es para usted que estudia los huesos y esas cosas viejas. ¿O no es así? Insistió y luego agregó – Mire, si le gusta hay más. Yo sé dónde. Usted me pagó para que lo lleve. Pero si lo acepta, yo me ahorro el viaje y usted unos pesos.
–No entiendo –le dije con intriga–. ¿De qué habla?
–A ver – me dijo, mientras se secaba el cuello y la cara–, usted ayer a la mañana estuvo en el almacén y le dio algo de comer a un indio viejo. ¿No es así?
 Estaba confundido. No entendía absolutamente nada. Me quedé callado tratando de comprender cada palabra que el gringo me decía. El indio del almacén, el esqueleto en la bolsa…
–¿E´ así o no e’ así? –replicó en tono burlón.
Sí, es verdad. Pero ¿qué tiene que ver el viejo guaraní con todo esto que me está diciendo? ¿Qué tiene que ver el esqueleto en la bolsa y todo este misterio? -le dije un tanto molesto.
El gringo sonrió, dejando entrever un par de dientes faltantes, tomó la bolsa y la puso a un costado, sobre unos leños. Luego se rascó la cabeza y mientras se abrochaba la camisa y la colocaba dentro del pantalón, siguió hablando:
–Bien; ese indio me lo dio. Lo crucé antes de llegar. Es un indio brujo. Hace unos años curaba de palabra. Recuerdo que se sentaba en una silla de tacuara y soga; tenía una damajuana de vino a la que le pegaba un sorbo, luego escupía al suelo y le decía a uno el mal que le habían hecho.
–No entiendo –le dije–. ¿A qué va con todo eso?
–Vea… El viejo le vio los ojos –me respondió–. Sabe a qué vino y qué está buscando. Me pidió que lo convenciera de regresar a su tierra. No es bueno para usted seguir.
–Bien; le agradezco. Pero ¿qué hay del esqueleto y los objetos de la bolsa?
–¡Ah! ¿Eso? Nada, el viejo me dijo que era lo que usted estaba buscando y se lo traje. Es su manera de agradecerle la gentileza.
–Pero… ¿Yo? ¡Yo jamás le conté qué hacía! Apenas cruce dos palabras…
Terminé de decir eso y comprendí que en verdad el viejo indio había mirado a través de mis ojos. Ese viejo guaraní sabía mucho más de lo que imaginaba. 


martes, 17 de julio de 2012

Un hombre se está muriendo en mis brazos



Un hombre se está muriendo en mis brazos. No sé como sucedió, ni como llegué a esta situación. Solo sé que lo tengo entre mis extremidades y está agonizando. Lo siento lentamente respirar. Casi no se mueve, ni habla. Se está yendo de a poco al más allá. Tiene la mirada perdida. No pestañea. Solo se sostiene apenas por un suave aliento.
Tengo a un hombre muriendo en mis brazos. No sé quién es, ni como se llama. No sé si tiene familia o está solo en el mundo. Simplemente llegó a mis brazos a morir. Trato de acomodarlo. Lo muevo lentamente para que se sienta un poco mejor. No sé que hacer con él. No sé qué decirle, ni cómo ayudarlo. Simplemente me mantengo en silencio a su lado. Por momentos levanto la mirada al cielo esperando un milagro. Tengo a este hombre abrazado. Pegado a mí. Sucumbiendo…
Puedo ver como de a poco se va quedando sin hálito mientras transpira. Por momentos se sacude. Esta entregado, lo sé. No hay nada más que hacer.
Es irónico el destino de las personas. Lo que hasta hace unas pocas horas emanaba vida como una hoguera, ahora se estaba apagando delante de mí. Tan solo es un cuerpo. Uno más entre los miles. Un alma que se va extinguiendo lentamente.
Este hombre se está muriendo de a poco. Se va relajando y va perdiendo calor. Lo acerco a mí pecho para contagiarle algo de vida, pero no resulta. Se enfría rápidamente con cada minuto que transcurre y va absorbiendo toda la sustancia que hay a nuestro alrededor, como un agujero negro.
Se va de mí. Siento como se desgarra el alma de su cuerpo. De repente cruje, aferrándose a lo poco de vida que le queda. Deja caer una lágrima que se pierde en el cuello de su camisa. Respira profundamente y deja de existir.

viernes, 17 de junio de 2011

La despedida


En mi casa, guardaba secretos. Tenía mi dinero escondido detrás de la cama. Era todo un rollo de billetes de muchos colores. Todo el dinero metido en una vieja y oxidada lata de café…  
Todos y cada uno de los centavos que pude guardar. Era mi seguro. Solo en caso de que me tuviera que ir. Y así sería…

- Me voy a ir, si me lo pedís. Pero podría quedarme, si te animas… Pero si aun así, me pidieras que me fuera de tu vida, me volvería loco. Tan loco que aullaría a la luna por las noches.

Y así fue como se dieron las cosas… 

miércoles, 1 de junio de 2011

La muerte


La iglesia me había dado asilo. Me encontraron tirado en una plaza, casi a punto de morir de frío y me llevaron hasta un cuarto vacío de ese lugar. Estaba sentado sobre un catre y aun después de varias horas de haberme dado un baño caliente, no sentía las manos. Todo mi cuerpo estaba entumecido y me dolían los huesos. Me invadía esa extraña sensación que se da justo antes de llorar.  
Había perdido mucho peso y se notaba. Estaba hundido en un profundo silencio, escoltado por la tenue luz de una lámpara de queroseno.
En el fondo del cuarto, un tipo estaba sentado en un sillón viejo. Apenas podía verlo. La tibia luz, apenas lo alcanzaba y solo se veía el contorno. Tenía las piernas cruzadas, una sobre la otra. Sus manos estaban cómodamente relajadas, sobre el posa brazos. Parecía ser un tipo joven.  Estaba vestido a la antigua. Camisa, pantalones de vestir y zapatos. Tenía la cabeza gacha. Parecía estar cansado o abatido.
Por alguna extraña razón, ese tipo me resultaba familiar. Pero de algo estaba seguro, la escasa sombra que proyectaba, no era la de un vivo. Era un espíritu errante, perdido…
Dicen que la muerte lo sigue a uno todo el tiempo, hasta que se presenta. Y llega un momento en nuestras vidas, en que esta se vuelve nuestra amiga, nuestra compañera. Nadie la vio, ni tiene idea de su aspecto o forma. Yo estaba seguro de que ese tipo, no era otra cosa más que su manifestación.
Pero no era mi hora. Solo estaba ahí, haciéndome compañía. No había nada que decir. Todas las palabras, en ese contexto, perdían relevancia.
Había algo extraño flotando en el ambiente. Un oscuro secreto, con olor a viejas maderas rancias. Por momentos, me asustaba la idea de pensar que la muerte tenía un aspecto muy parecido al mío. Después de muchos años, nos habíamos encontrado.   
A veces, tiempo atrás, jugaba a buscarla. Trataba de sorprenderla con una mirada fugaz, a través del rabillo del ojo. Astuta y esquiva. Se me escapaba. Saltaba entre las sombras al pasar.
El tipo seguía ahí, cómodamente sentado. Quise incorporarme, para verlo mejor. Estire los brazos y me impulsé. Mis huesos crujieron como ramas secas. Exhalé profundamente y maldije a todos los santos. En ese mismo momento, levante la mirada hacia el sillón y el tipo había desaparecido.
 

martes, 24 de mayo de 2011

Pension


Llegué a Neuquén de madrugada y solo conseguí una habitación compartida. No era muy grande. Tenía dos camas pequeñas y una mesa de luz en el medio. Un tipo ya estaba instalado y durmiendo. Apenas asomaba la cabeza por entre las sábanas. Todas sus porquerías ocupaban la superficie de la mesa de luz. Me llamó la atención su reloj. Era como el que usaba el chofer del colectivo que me llevaba al colegio. Dorado, de malla ancha y apariencia pesado. Siempre pensé que los que usaban ese tipo de relojes, eran unos grasas. Eso y las pulseras de cadena gruesa, con el nombre grabado. Quizás el tipo era un camionero. No me importó demasiado.
Estaba muy cansado. 
Ni siquiera me saque la ropa.  Dejé el bolso en el suelo y me cubrí con las frazadas. 
En lo personal, no me gusta compartir nada con nadie. Mucho menos, la habitación. Yo no era muy sociable en ese entonces. Nada de eso ha cambiado hasta el día de hoy.
Me desperté a media mañana y el tipo no estaba, tampoco el reloj.  La mesa de luz seguía llena de porquerías. Me  levanté e inmediatamente fui a hablar con el encargado de la pension. Le pedí que me cambiara a una habitación independiente, con baño privado. El tipo rió y me miró con cara burlona. Volví a la habitación, agarré la billetera, el abrigo y salí a la calle en busca de un lugar mejor.  

lunes, 23 de mayo de 2011

Voces

John Doe, estaba sentado a mi lado. Hablaba solo. Siempre lo hacía en voz baja. Decía cosas sin sentido. A veces entablaba conversaciones completas, otras veces, discutía o peleaba a los gritos. Yo me pasaba varias horas mirándolo. Resultaba interesante ver como cambiaba los gestos, movía las manos, cerraba los ojos y se agarraba la cabeza. Por momentos, espantaba cosas de su cara, como si las moscas lo estuvieran molestando. Después de eso, mantenía la mirada fija en un punto y se quedaba en silencio. Las voces se callaban en su cabeza, dándole un respiro a su alma.
John estaba algo mal de la cabeza y a mi no me importaba. Todas las noches encendía pequeñas fogatas con diarios. Pobre diablo.
Hace unos años, lo habían arrojado de un tren en movimiento. El pobre estuvo tirado varios días con los huesos rotos  a unos metros de la estación, hasta que alguien lo encontró de casualidad entre la basura. De ahí en más, el pobre dejó de ser el mismo. Por fuera se lo veía bien. Estaba entero. Pero algo adentro de su cabeza había dejado de funcionar.

jueves, 28 de abril de 2011

Olavarría - 03:00 AM

Eran las 3 am. cuando puse el pie en la estación de trenes de Olavarría. Llovía y hacía frío. Odiaba llegar a ese lugar. De todas las ciudades, esa era la más detestable que había conocido. Desde el momento en que uno ponía un pie en la misma, comenzaba a sentir un rechazo difícil de explicar. 
Me quedaba en la casa de Delsie, pero ella no sabía que había llegado. Su departamento quedaba cerca de la estación, pero no lo suficiente como para evitar que llegara mojado hasta los huesos.

Decidí esperar en la boletería a que parara de llover. En ese lugar había una estufa y era el único lugar cálido y más cercano, al que podía acceder, pero me echaron apenas se alejó el tren que me trajo desde Buenos Aires. 

Salí a la playa de estacionamiento, pensé en quedarme en la terminal de ómnibus, pero decidí irme inmediatamente de ese lugar. De lejos podía ver a los mismos vagos que me acompañaban en la estación, dormitando entre las personas que esperaban por viajar. Yo no quería ser uno más de ellos.  


Delsie, vivía en un departamento alquilado en el centro de la ciudad. No recuerdo el número, ni la calle, solo sabía llegar de memoria. Era el último de un largo pasillo. El de la puerta de color gris oxidada, con un timbre que a veces funcionaba y a veces no. Creo que ella lo desconectaba a propósito. 
Llegué y me asomé por la mirilla, estaba todo oscuro. Eso podía significar dos cosas: Que estuviera durmiendo o que simplemente estuviera fuera de la ciudad. La madre de Delsie vivía en un pueblo cercano y a veces ella la iba a visitar. 

Cada vez que llegaba a la puerta, justo en el momento antes de tocar el timbre, me reprochaba el hecho de no conseguir un lugar mejor donde parar. Llegué sin previo aviso. Me muevo por impulso.    

Toque el timbre una, dos, tres veces y nada. Comencé a inquietarme. La situación no me gustaba. Estaba parado en la puerta, con la mirada en el piso encharcado. Podía sentir como la humedad traspasaba mi abrigo, mis jeans, mis botas. Las gotas me golpeaban en la cabeza y luego chorreaban por mi cara. Si Delsie no estaba, terminaría durmiendo en la terminal, junto con los vagos y las personas que esperaban viajar. Odiaba llegar a esa situación.
Dejé clavado el dedo en el timbre y no lo solté hasta que una luz se encendió dentro del departamento. Se tomo su tiempo en abrir la puerta del interior y asomarse para ver quien era. 

Delsie siempre recibía visitas. A toda hora. Se rodeaba de tipos inútiles y perdedores que no tenían nada mejor que hacer que pasar por su casa a tomar algo e irse a la madrugada, después de haber hablado un montón de estupideces. Yo no soportaba a sus amigos.

Ya no aguantaba estar más tiempo bajo la lluvia y le dije:

 -  Delsie! La puta madre, soy yo… Sabés que detesto mojarme!
 -  Ya voy – me dijo – No encuentro las llaves!

Delsie, se asomó por la mirilla y rió, como siempre lo hace. Luego me reprochó el hecho de no haberle avisado unos días antes de mi llegada. Yo pensaba en meterle por el culo su discurso.
Entré y ella se quedó cerrando la puerta del pasillo. La salude con un beso, no quise abrazarla. Estaba completamente mojado.
Delsie entró al baño, mientras yo me sacaba la ropa mojada. No tenía nada que ponerme, así que me quedé parado y en calzoncillos, al lado de la estufa. Cuando salió, fue directo a la cocina y puso agua a calentar. Me conocía muy bien, sabía que no necesitaba más que una buena taza de té.
La primera vez que vi a Delsie, pensé que era una estúpida. Era extremadamente delgada y alta. A veces pensaba que podría llegar a partirse en dos. Se vestía de negro, con ropas de segunda marca que le compraba su madre. No era bonita, pero tenía algo que la hacía atractiva. No tenía muchos amigos, estaba rodeada de unos pocos inútiles que sacaban provecho de su bondad. 
Definitivamente, Delsie no era de este mundo. Ella vivía en una casa de muñecas, en un maravilloso mundo encantado, lleno de sin sentidos y signos de interrogación.

A cada pregunta que uno le hacía, ella respondía con una estupidez y luego reía. Pero la mayoría del tiempo se la pasaba en la cama. No trabajaba, su madre la mantenía. Había llegado a Olavarría a estudiar, pero jamás aprobó una materia.
Todos los departamentos que alquilaba eran una mierda. Se caían a pedazos y estaban sucios. Todo tenía grasa, estaba pegoteado, tenía manchas o despedía un olor horrible. Su baño se parecía al de la estación de trenes y siempre estaba tapado.

Me quedaría solo un par de días con Delsie. Nadie podría soportar más de un día en ese lugar…