Saqué el mapa y le mostré lo que estaba buscando. A orillas del Paraná, el
portugués José Sedenho junto a sesenta hombres había erigido en 1533 un padrón
portugués; y éste se encontraba perdido en la selva del Alto Paraná. El padrón
establecía un punto estratégico entre las ambiciones portuguesas y los tesoros
incalculables que los nativos describían en sus historias del Rey Blanco. Solo
existían referencias del padrón en ese viejo mapa, y no se lo nombraba en
ningún otro documento.
El pueblo estaba delimitado por dos zigzagueantes picadas, entre el monte y
la ruta. Todo estaba en calma, solo se escuchaban unos ladridos a lo lejos. Los
benteveos revoloteaban furiosos por encima de los árboles. La humedad era
insoportable y el sol enceguecía a primera hora de la mañana. Una orquídea
blanca se asomaba esplendorosa desde un humilde jardín. El contraste entre la
belleza y el abandono del pueblo eran notables.
Estaba confundido. No entendía absolutamente nada. Me quedé callado
tratando de comprender cada palabra que el gringo me decía. El indio del
almacén, el esqueleto en la bolsa…
El gringo al verlo abrió los ojos, luego se tomó del mentón. Se lo notaba
preocupado, como si algo lo perturbara. Metió ambas manos en los bolsillos del
raído pantalón y dijo:
–Sí, conozco el lugar. He ido con mi finado padre a trabajar cerca de allí.
–Bien –le dije–. ¿Cuánto me cobra por llevarme?
–Mmm… Es un día de viaje y no tengo medios. Hay que dormir allí y…
–No hay problema –lo interrumpí.
–Es que, vea…–me dijo– ¿Qué sabe usted acerca de ese lugar? ¿Por qué quiere ir allí?
–Mire, el motivo es que ando detrás de una vieja ruta portuguesa que salía
de Sao Vicente y llegaba al Paraguay. Según tengo entendido, una partida de
hombres fue enviada por el portugués Alfonso de Souza y pasaron por ese lugar
dejando un mojón.
–Eso que usted busca queda en un paraje escondido, bordeando unos aleros.
No es fácil llegar y le advierto que en ese lugar pasan cosas.
Cuando dijo esas palabras, un frío húmedo corrió por mi espalda. El gringo
me había dicho que dos pequeñas sierras cercaban el acceso por tierra y la
única manera de ingresar era vadeando unos aleros rocosos junto a un arroyo que
los guaraníes llamaban Mboguá, en medio
de la selva cerrada, compuesta por árboles delgados y frondosas copas. El
camino no sería sencillo de transitar, ya que por debajo de los árboles la luz
era escasa y había que abrirse paso a machetazos entre arbustos, cañas y
enredaderas. Algunos hablaban de un yaguareté que vagaba por ese lugar en busca
de ganado. Confieso que la empresa se había vuelto poderosamente atractiva.
El gringo dijo que me cobraría diez pesos por día; además de unos pesos
extra si era él quien debía cargar con el equipo de trabajo, la carpa donde
dormiríamos y hacer la comida. Toda la aventura me costaría cerca de treinta
pesos.
Otra cosa que también me dijo fue que solo se quedaría una noche y no más.
Advirtiéndome en varias oportunidades que no era bueno permanecer ahí por mucho
tiempo. También agregó que algunas personas se habían perdido en ese lugar y
jamás habían regresado. Al escuchar sus palabras, fruncí el ceño, lo miré y
dije:
–¿Usted cree esas historias?
–Escúcheme, usted no es de por acá. Usted viene y se va. Nosotros nos
quedamos –me respondió y continuó–. He visto a lo largo de mi vida muchas
cosas. Créame, sé muy bien de lo que hablo.
Me quedé callado. No sabía si el gringo me estaba engañando para venderme
el paquete completo, o si en verdad todo aquello que decía escondía algo de
verdad. Como sea, quedamos en salir al otro día. Le pagué la mitad por
anticipado y me alejé.
Tenía hambre y llegué hasta el almacén. Un viejo indígena guaraní estaba
sentado en la entrada y me pidió unas monedas. Lo ignoré. El viejo parecía que
no había comido en varios días. Me dio un poco de remordimiento y al salir
compartí un pedazo de pan casero con él. El viejo, desde el piso, se desarmaba
en agradecimientos. Quería hablar y comer al mismo tiempo. No era muy agradable
verlo escupir las migas al intentar decir unas palabras. Le palmeé el hombro y
le di unos pesos. El viejo se incorporó y quiso abrazarme. Lo consiguió.
Me alejé pensando en los portugueses, quienes seguramente le habrían robado
alguna chuchería de oro a algún cacique y por ello habrían sido emboscados por
los indios en el paraje que me había comentado el gringo. Los espíritus de los
sesenta hombres deambulando por la selva buscando cristiana sepultura. Mi mente
volaba.
Al día siguiente llegó el gringo de su trabajo en el monte al lugar que
habíamos acordado. Estaba mojado, sucio, lleno de barro y hojarasca. Me pidió
que lo acompañara a su casa antes de salir. Dijo que quería mostrarme algo. Lo
seguí. Un largo y angosto camino entre árboles y pastizales conducía a una
pintoresca casona de madera con techo de tablillas, algo desvencijada. Sobre
una estructura de piedra cementada, había una bomba de agua manual y una batea
de latón galvanizado. El perfume de los azahares invadía el aire húmedo y contra el azul del cielo pasó un pequeño fueguero escarlata planeando en el aire lejano, con su rojo sanguíneo, emulando una presencia siniestra. De repente, detuvo el vuelo y quedó vigilante, posado en una rama, mientras el viento susurraba entre las hojas de un viejo ciprés.
El gringo se sacó la camisa, colgó una pequeña toalla floreada en una rama cercana
y comenzó a lavarse. Mientras lo hacía me dijo:
–Vaya y fíjese lo que le traje.
–¿De qué se trata? –le dije.
–Vaya y mire en la bolsa –insistió.
Fui directo a la bolsa que estaba tirada en el suelo. La abrí y miré
confiado el interior. Encontré un montón de huesos y objetos de metal oxidados.
No lo podía creer. El gringo tenía un esqueleto humano dentro de una bolsa
negra de basura.
Lo miré en detalle, luego cerré la bolsa y me alejé. No podía creerlo. El
esqueleto me recordaba aquellos que había estudiado en el Departamento de
Antropología del Museo de La Plata. Algunos huesos estaban enmohecidos o
fracturados. Presentaba cortes y traumatismos en varios sectores del cráneo.
–Agárrelo –me dijo–. Es para usted.
–¿Qué? ¿Cómo se le ocurre que yo podría querer esto? –le respondí.
–Sí, sí. Es para usted que estudia los huesos y esas cosas viejas. ¿O no es
así? Insistió y luego agregó – Mire, si le gusta hay más. Yo sé dónde. Usted me
pagó para que lo lleve. Pero si lo acepta, yo me ahorro el viaje y usted unos
pesos.
–No entiendo –le dije con intriga–. ¿De qué habla?
–A ver – me dijo, mientras se secaba el cuello y la cara–, usted ayer a la mañana estuvo en el almacén y le dio algo de comer a un indio viejo. ¿No es
así?
–¿E´ así o no e’ así? –replicó en tono burlón.
–Sí, es verdad. Pero ¿qué
tiene que ver el viejo guaraní con todo esto que me está diciendo? ¿Qué tiene
que ver el esqueleto en la bolsa y todo este misterio? -le dije un tanto
molesto.
El gringo sonrió, dejando entrever un par de dientes faltantes, tomó la
bolsa y la puso a un costado, sobre unos leños. Luego se rascó la cabeza y
mientras se abrochaba la camisa y la colocaba dentro del pantalón, siguió
hablando:
–Bien; ese indio me lo dio. Lo crucé antes de llegar. Es un indio brujo.
Hace unos años curaba de palabra. Recuerdo que se sentaba en una silla de
tacuara y soga; tenía una damajuana de vino a la que le pegaba un sorbo, luego
escupía al suelo y le decía a uno el mal que le habían hecho.
–No entiendo –le dije–. ¿A qué va con todo eso?
–Vea… El viejo le vio los ojos –me respondió–. Sabe a qué vino y qué está
buscando. Me pidió que lo convenciera de regresar a su tierra. No es bueno para
usted seguir.
–Bien; le agradezco. Pero ¿qué hay del esqueleto y los objetos de la bolsa?
–¡Ah! ¿Eso? Nada, el viejo me dijo que era lo que usted estaba buscando y
se lo traje. Es su manera de agradecerle la gentileza.
–Pero… ¿Yo? ¡Yo jamás le conté qué hacía! Apenas cruce dos palabras…
Terminé de decir eso y comprendí que en verdad el viejo indio había mirado
a través de mis ojos. Ese viejo guaraní sabía mucho más de lo que imaginaba.