jueves, 28 de abril de 2011

Olavarría - 03:00 AM

Eran las 3 am. cuando puse el pie en la estación de trenes de Olavarría. Llovía y hacía frío. Odiaba llegar a ese lugar. De todas las ciudades, esa era la más detestable que había conocido. Desde el momento en que uno ponía un pie en la misma, comenzaba a sentir un rechazo difícil de explicar. 
Me quedaba en la casa de Delsie, pero ella no sabía que había llegado. Su departamento quedaba cerca de la estación, pero no lo suficiente como para evitar que llegara mojado hasta los huesos.

Decidí esperar en la boletería a que parara de llover. En ese lugar había una estufa y era el único lugar cálido y más cercano, al que podía acceder, pero me echaron apenas se alejó el tren que me trajo desde Buenos Aires. 

Salí a la playa de estacionamiento, pensé en quedarme en la terminal de ómnibus, pero decidí irme inmediatamente de ese lugar. De lejos podía ver a los mismos vagos que me acompañaban en la estación, dormitando entre las personas que esperaban por viajar. Yo no quería ser uno más de ellos.  


Delsie, vivía en un departamento alquilado en el centro de la ciudad. No recuerdo el número, ni la calle, solo sabía llegar de memoria. Era el último de un largo pasillo. El de la puerta de color gris oxidada, con un timbre que a veces funcionaba y a veces no. Creo que ella lo desconectaba a propósito. 
Llegué y me asomé por la mirilla, estaba todo oscuro. Eso podía significar dos cosas: Que estuviera durmiendo o que simplemente estuviera fuera de la ciudad. La madre de Delsie vivía en un pueblo cercano y a veces ella la iba a visitar. 

Cada vez que llegaba a la puerta, justo en el momento antes de tocar el timbre, me reprochaba el hecho de no conseguir un lugar mejor donde parar. Llegué sin previo aviso. Me muevo por impulso.    

Toque el timbre una, dos, tres veces y nada. Comencé a inquietarme. La situación no me gustaba. Estaba parado en la puerta, con la mirada en el piso encharcado. Podía sentir como la humedad traspasaba mi abrigo, mis jeans, mis botas. Las gotas me golpeaban en la cabeza y luego chorreaban por mi cara. Si Delsie no estaba, terminaría durmiendo en la terminal, junto con los vagos y las personas que esperaban viajar. Odiaba llegar a esa situación.
Dejé clavado el dedo en el timbre y no lo solté hasta que una luz se encendió dentro del departamento. Se tomo su tiempo en abrir la puerta del interior y asomarse para ver quien era. 

Delsie siempre recibía visitas. A toda hora. Se rodeaba de tipos inútiles y perdedores que no tenían nada mejor que hacer que pasar por su casa a tomar algo e irse a la madrugada, después de haber hablado un montón de estupideces. Yo no soportaba a sus amigos.

Ya no aguantaba estar más tiempo bajo la lluvia y le dije:

 -  Delsie! La puta madre, soy yo… Sabés que detesto mojarme!
 -  Ya voy – me dijo – No encuentro las llaves!

Delsie, se asomó por la mirilla y rió, como siempre lo hace. Luego me reprochó el hecho de no haberle avisado unos días antes de mi llegada. Yo pensaba en meterle por el culo su discurso.
Entré y ella se quedó cerrando la puerta del pasillo. La salude con un beso, no quise abrazarla. Estaba completamente mojado.
Delsie entró al baño, mientras yo me sacaba la ropa mojada. No tenía nada que ponerme, así que me quedé parado y en calzoncillos, al lado de la estufa. Cuando salió, fue directo a la cocina y puso agua a calentar. Me conocía muy bien, sabía que no necesitaba más que una buena taza de té.
La primera vez que vi a Delsie, pensé que era una estúpida. Era extremadamente delgada y alta. A veces pensaba que podría llegar a partirse en dos. Se vestía de negro, con ropas de segunda marca que le compraba su madre. No era bonita, pero tenía algo que la hacía atractiva. No tenía muchos amigos, estaba rodeada de unos pocos inútiles que sacaban provecho de su bondad. 
Definitivamente, Delsie no era de este mundo. Ella vivía en una casa de muñecas, en un maravilloso mundo encantado, lleno de sin sentidos y signos de interrogación.

A cada pregunta que uno le hacía, ella respondía con una estupidez y luego reía. Pero la mayoría del tiempo se la pasaba en la cama. No trabajaba, su madre la mantenía. Había llegado a Olavarría a estudiar, pero jamás aprobó una materia.
Todos los departamentos que alquilaba eran una mierda. Se caían a pedazos y estaban sucios. Todo tenía grasa, estaba pegoteado, tenía manchas o despedía un olor horrible. Su baño se parecía al de la estación de trenes y siempre estaba tapado.

Me quedaría solo un par de días con Delsie. Nadie podría soportar más de un día en ese lugar… 

viernes, 22 de abril de 2011

Noche de lluvia en la estación

Estábamos sentados en uno de los pocos bancos de la estación Lisandro de la Torre. Solos, John Doe y yo… No había nada que decir, absolutamente nada. Nos limitábamos a observar la lluvia caer. No hay nada más triste en el mundo que la lluvia. El golpeteo incesante de las gotas en la descarga del techo galvanizado, por momentos se volvía perturbador.

En ese momento solo deseaba tener algo a mano para beber, algo que me sacara de esa situación nauseabunda. Un vino barato, una petaca de whiskey o simplemente una botella de alcohol fino… Lo que sea que hubiera podido mandarme de un trago, algo que me quemara por dentro, para poder aislarme de la humedad que despedía el ambiente. Era el frío, algo en el aire. El insoportable vaho de la ciudad. 

Me detestaba a mí mismo, pero más detestaba el olor asqueroso que despedían las ropas mojadas de John. Era una mezcla de transpiración añeja y fiambre barato. No sé cómo explicarlo en palabras. Sus jeans se veían opacos, rancios, sin color. Al igual que su abrigo. Todo en él era visualmente desagradable… Tenía el cabello duro, grasoso y despeinado. Sus largos y retorcidos bigotes se habían puesto amarillos por el tabaco barato que fumaba. La piel de sus manos estaba ennegrecida, sucia de basura y diarios viejos que acababa de revolver camino a la estación. Al igual que el cielo gris, así se veía su cara y sus arrugas

Lo odie durante toda la noche… Lo que más me molestaba es que no podía tomar distancia de su persona. El banco que compartíamos era tan pequeño que hubiese tenido que quedarme parado o haberme sentado en el suelo. De a ratos, caminaba en círculos, pero el viento hacia que la lluvia me mojara y esa sensación hacia que mi humor cambiara repentinamente, entonces comenzaba a putear. La vida era una mierda.

Las gotas caían frente a nosotros, como las preguntas en mi cabeza. Una tras otra. Pero a esa altura ya no las respondía, ni siquiera tenía ganas de hacerme cargo de esas cuestiones. Simplemente las ignoraba. Había olvidado por completo los motivos que me llevaron a dejar mi casa, el trabajo, mi familia y demás…
Con el tiempo  y de tanto de andar en la calle, uno se olvida rápidamente de todo. Las situaciones se van volviendo lejanas, distantes. Todo se va oscureciendo y perdiendo en la memoria. Cada día que trascurre, las calles hacen que la cabeza se transforme en una gran cloaca capaz de tragarse todos los buenos recuerdos, las vivencias y cada uno de los valores aprendidos. Ya no hay nombres, ni historias, ni pasado. Todo se vuelve indiferente. 

De lo único que estaba seguro, era que no tenía una sola moneda encima y sabía que John tampoco. Todavía apreciaba en mi boca el sabor de los restos de una pizza que encontramos encima de un tacho de basura,  frente a una parada de colectivos. Podía sentir los dedos grasosos y pegoteados al frotarlos entre si. Incluso el resabio de la salsa que aun quedaba en la comisura de mi boca.  No es nada agradable sentirse así y es entonces cuando te das cuenta de que estas rasguñando el fondo del tarro.  

Yo no tenía ganas de pasar la noche en la estación. Dos federales, se asomaban desde la boletería. Estaban tan aburridos como nosotros. Eran las 20:40 de un martes o miércoles, no lo recuerdo. Qué importancia podría tener? Al otro día, no teníamos que ir a trabajar… Hacía un mes  que había comenzado el otoño y ya lo odiaba. El otoño es la antesala del invierno y eso no es bueno, no para mí. Aborrecía las mañanas y las noches de frío, en la capital… Aborrecía mi vida, a John, a la lluvia, a Dios y a todas las personas que me miraban desde la ventanilla del tren al pasar.