viernes, 22 de abril de 2011

Noche de lluvia en la estación

Estábamos sentados en uno de los pocos bancos de la estación Lisandro de la Torre. Solos, John Doe y yo… No había nada que decir, absolutamente nada. Nos limitábamos a observar la lluvia caer. No hay nada más triste en el mundo que la lluvia. El golpeteo incesante de las gotas en la descarga del techo galvanizado, por momentos se volvía perturbador.

En ese momento solo deseaba tener algo a mano para beber, algo que me sacara de esa situación nauseabunda. Un vino barato, una petaca de whiskey o simplemente una botella de alcohol fino… Lo que sea que hubiera podido mandarme de un trago, algo que me quemara por dentro, para poder aislarme de la humedad que despedía el ambiente. Era el frío, algo en el aire. El insoportable vaho de la ciudad. 

Me detestaba a mí mismo, pero más detestaba el olor asqueroso que despedían las ropas mojadas de John. Era una mezcla de transpiración añeja y fiambre barato. No sé cómo explicarlo en palabras. Sus jeans se veían opacos, rancios, sin color. Al igual que su abrigo. Todo en él era visualmente desagradable… Tenía el cabello duro, grasoso y despeinado. Sus largos y retorcidos bigotes se habían puesto amarillos por el tabaco barato que fumaba. La piel de sus manos estaba ennegrecida, sucia de basura y diarios viejos que acababa de revolver camino a la estación. Al igual que el cielo gris, así se veía su cara y sus arrugas

Lo odie durante toda la noche… Lo que más me molestaba es que no podía tomar distancia de su persona. El banco que compartíamos era tan pequeño que hubiese tenido que quedarme parado o haberme sentado en el suelo. De a ratos, caminaba en círculos, pero el viento hacia que la lluvia me mojara y esa sensación hacia que mi humor cambiara repentinamente, entonces comenzaba a putear. La vida era una mierda.

Las gotas caían frente a nosotros, como las preguntas en mi cabeza. Una tras otra. Pero a esa altura ya no las respondía, ni siquiera tenía ganas de hacerme cargo de esas cuestiones. Simplemente las ignoraba. Había olvidado por completo los motivos que me llevaron a dejar mi casa, el trabajo, mi familia y demás…
Con el tiempo  y de tanto de andar en la calle, uno se olvida rápidamente de todo. Las situaciones se van volviendo lejanas, distantes. Todo se va oscureciendo y perdiendo en la memoria. Cada día que trascurre, las calles hacen que la cabeza se transforme en una gran cloaca capaz de tragarse todos los buenos recuerdos, las vivencias y cada uno de los valores aprendidos. Ya no hay nombres, ni historias, ni pasado. Todo se vuelve indiferente. 

De lo único que estaba seguro, era que no tenía una sola moneda encima y sabía que John tampoco. Todavía apreciaba en mi boca el sabor de los restos de una pizza que encontramos encima de un tacho de basura,  frente a una parada de colectivos. Podía sentir los dedos grasosos y pegoteados al frotarlos entre si. Incluso el resabio de la salsa que aun quedaba en la comisura de mi boca.  No es nada agradable sentirse así y es entonces cuando te das cuenta de que estas rasguñando el fondo del tarro.  

Yo no tenía ganas de pasar la noche en la estación. Dos federales, se asomaban desde la boletería. Estaban tan aburridos como nosotros. Eran las 20:40 de un martes o miércoles, no lo recuerdo. Qué importancia podría tener? Al otro día, no teníamos que ir a trabajar… Hacía un mes  que había comenzado el otoño y ya lo odiaba. El otoño es la antesala del invierno y eso no es bueno, no para mí. Aborrecía las mañanas y las noches de frío, en la capital… Aborrecía mi vida, a John, a la lluvia, a Dios y a todas las personas que me miraban desde la ventanilla del tren al pasar. 

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